Desde el principio de los tiempos, desde que el hombre empezó a hacerse preguntas, siempre andó buscando culpables, por la lluvia, por la sequía, por la luz, por la oscuridad, por lo bueno y por lo malo, alguien o algo podría estar contento o enfadado con sus acciones y en tal caso podría ser bendecido o castigado. Ese ente superior, al cual se amaba y temía a partes iguales, era quien dictaminaba todas las reglas y normas para la convivencia, promulgaba leyes por las que se regían, imponía los castigos en caso de incumplimiento de todo lo anterior, pero ese ser todopoderoso, señor de todas las cosas creador y dador de vida, tenía como único defecto que nadie podía verlo, invisible a los ojos de casi todos los mortales, excepción de una elitista minoría que era capaz de interpretar las señales, soñaban con las deidades, sentían, veían y hablaban con el ser supremo y eran el vínculo de lo celestial en la tierra, hombres con poder divino, incontestables e intocables, su única misión era convencer a la mayoría de la existencia de su Dios o en su defecto convertir a la fé al patriarca de la familia, al líder de la tribu, al gobernante de la nación o del imperio, así, unir también los poderes fácticos, al amparo del miedo o el conformismo y pobre de aquel que sea culpable de infiel, podría ser condenado a muerte por ser considerado hereje. Tras siglos de convivencia de la cultura popular con la autarquía religiosa da como resultado la reconversión de fiestas paganas en fiestas religiosas y las fiestas religiosas en verbenas, tan interiorizada está la una en la otra que ha transgredido las fronteras del refranero, de los dichos y las expresiones coloquiales. Después de todo lo expuesto solo me queda una cosa que decir, viva la virgen de Guadalupe y la virgen de la estrella, viva santiaguillo y viva la virgen de la cabeza, porque pareciese que con lo dicho uno cree que no, pero ¿y si sí?